Intro
Durante los últimos meses, mi
enemiga vital tenía un nombre: «Procrastinación». Crasti —en adelante— se propuso a toda costa sabotear mi más
ambicioso trabajo hasta la fecha: mi primera novela.
En condiciones normales, hubiese hecho
desaparecer a Crasti, simplemente, abandonando
aquel barco que estaba condenado a hundirse. Pero la tozudez y el amor propio eran
más fuertes que el pánico al fracaso, la inseguridad y demás trabas que me
asaltaban cuando me ponía frente al ordenador durante horas y caía en un bloqueo
que me paralizaba las neuronas y me producía calambres en la curcusilla.
No puedo olvidar el largo
camino que me trajo hasta aquí. Llegar a ver mi primera novela terminada fue,
más que una satisfacción, un alivio. Casi llegué a aborrecerla, y hubo días en
que pensé en mandarlo todo a tomar viento. Así
que para que mis periodos productivos no volvieran a quedar a expensas
de la maldad de Crasti, decidí
mantenerla a raya con la planificación de un método de trabajo que cumpliría a
rajatabla y me llevaría a concluir aquello que, comenzado con tanta ilusión, se
estaba convirtiendo en una pesadilla.
Tan drástica fue mi
decisión, que me auto-recluí en casa las últimas semanas. Si hubiese vivido
sola; la genética me hubiese dotado del género masculino; y mis allegados —alarmados
por no tener noticias mías en esos días— hubiesen avisado a la policía, habrían
encontrado a una especie de anacoreta de larga barba enrastada incrustado en
una silla de escritorio a punto de ser engullido… por una montaña de papeles
arrugados e inútiles. Porque terminé por echar de mi vida a Crasti, pero apareció otro problema,
detrás del que —estoy segura— estaban ella y sus ansias de venganza: la falta
de motivación.
No tardé en darme cuenta de que
si esperaba a que volviera por las buenas, iba lista, así que un día decidí
«salir a cazarla». Para estos menesteres, tengo dos herramientas magistrales,
que nunca suelen fallar, y una de emergencia, para casos extremos. La primera
es un cuaderno, que llevo siempre conmigo por si en cualquier momento capto
algo digno de ser «escribible». Pero ni en lugares solitarios ni concurridos,
ni a diferentes horas del día, las musas tenían intención de permitirme su avistamiento. Esperé a la noche, pues de mis sueños,
normalmente descabellados, suelo traer las semillas para muchas de mis
historias. Me acosté, dejando preparada en la mesita la segunda de mis armas:
la grabadora.
Me desperté casi a la hora
de comer, con la sensación de haber perdido un tiempo precioso. Pero es que me
pasé la noche en vela. De mi habitación en el ángulo oscuro, veíanse los ojos
amarillos de Crasti brillar. Miraban
hacia el dispositivo, que terminó durmiendo en mi regazo, porque cada vez que
volvía a abrir mis párpados, —maniobra cuya dificultad aumentaba en proporción
a mi agotamiento— la muy villana se acercaba
más, como en el juego del escondite inglés, con la intención de apoderarse de
las pocas notas que había registrado y salir corriendo con ellas. Por fin, bien
entrada la madrugada, no pude seguir forcejeando contra la naturaleza y
abdiqué. Cuando encendí el aparato, solo encontré ruidos y frases sin sentido, imposibles
de decodificar. Por más que avanzaba en
las grabaciones, no escuchaba nada coherente. Algo me decía que aquello era
obra de Crasti… algo y, sobre todo, el hecho de que en el último audio apareciera
un mensaje con una voz que no era la mía y que confirmaba mis sospechas:
«Crasti se va y me obliga a irme con
ella. Me dice que te diga que lo mejor que puedes hacer es tirar ese objeto que
cuelgas en el baño».
La autoría del mensaje la reivindicaba
una tal «Inspiración».
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si has llegado hasta aquí, y crees que puedes aportar algo para darle "vidilla" a este blog y que no se convierta en un "monólogo"... ¡Adelante! ;)