miércoles, 21 de junio de 2017

Diario de una escritora indie (y empanada)


Intro

Durante los últimos meses, mi enemiga vital tenía un nombre: «Procrastinación». Crasti —en adelante— se propuso a toda costa sabotear mi más ambicioso trabajo hasta la fecha: mi primera novela.

 En condiciones normales, hubiese hecho desaparecer a Crasti, simplemente, abandonando aquel barco que estaba condenado a hundirse. Pero la tozudez y el amor propio eran más fuertes que el pánico al fracaso, la inseguridad y demás trabas que me asaltaban cuando me ponía frente al ordenador durante horas y caía en un bloqueo que me paralizaba las neuronas y me producía calambres en la curcusilla.

No puedo olvidar el largo camino que me trajo hasta aquí. Llegar a ver mi primera novela terminada fue, más que una satisfacción, un alivio. Casi llegué a aborrecerla, y hubo días en que pensé en mandarlo todo a tomar viento. Así  que para que mis periodos productivos no volvieran a quedar a expensas de la maldad de Crasti, decidí mantenerla a raya con la planificación de un método de trabajo que cumpliría a rajatabla y me llevaría a concluir aquello que, comenzado con tanta ilusión, se estaba convirtiendo en una pesadilla.

Tan drástica fue mi decisión, que me auto-recluí en casa las últimas semanas. Si hubiese vivido sola; la genética me hubiese dotado del género masculino; y mis allegados —alarmados por no tener noticias mías en esos días— hubiesen avisado a la policía, habrían encontrado a una especie de anacoreta de larga barba enrastada incrustado en una silla de escritorio a punto de ser engullido… por una montaña de papeles arrugados e inútiles. Porque terminé por echar de mi vida a Crasti, pero apareció otro problema, detrás del que —estoy segura— estaban ella y sus ansias de venganza: la falta de motivación.

No tardé en darme cuenta de que si esperaba a que volviera por las buenas, iba lista, así que un día decidí «salir a cazarla». Para estos menesteres, tengo dos herramientas magistrales, que nunca suelen fallar, y una de emergencia, para casos extremos. La primera es un cuaderno, que llevo siempre conmigo por si en cualquier momento capto algo digno de ser «escribible». Pero ni en lugares solitarios ni concurridos, ni a diferentes horas del día, las musas tenían intención de permitirme  su avistamiento. Esperé a la noche, pues de mis sueños, normalmente descabellados, suelo traer las semillas para muchas de mis historias. Me acosté, dejando preparada en la mesita la segunda de mis armas: la grabadora.

Me desperté casi a la hora de comer, con la sensación de haber perdido un tiempo precioso. Pero es que me pasé la noche en vela. De mi habitación en el ángulo oscuro, veíanse los ojos amarillos de Crasti brillar. Miraban hacia el dispositivo, que terminó durmiendo en mi regazo, porque cada vez que volvía a abrir mis párpados, —maniobra cuya dificultad aumentaba en proporción a mi  agotamiento— la muy villana se acercaba más, como en el juego del escondite inglés, con la intención de apoderarse de las pocas notas que había registrado y salir corriendo con ellas. Por fin, bien entrada la madrugada, no pude seguir forcejeando contra la naturaleza y abdiqué. Cuando encendí el aparato, solo encontré ruidos y frases sin sentido, imposibles de decodificar. Por  más que avanzaba en las grabaciones, no escuchaba nada coherente. Algo me decía que aquello era obra de Crasti algo y, sobre todo, el hecho de que en el último audio apareciera un mensaje con una voz que no era la mía y que confirmaba mis sospechas:

«Crasti se va y me obliga a irme con ella. Me dice que te diga que lo mejor que puedes hacer es tirar ese objeto que cuelgas en el baño».

La autoría del mensaje la reivindicaba una tal «Inspiración».

El objeto era una toalla…

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