Yo misma...

   A pesar de una serie de indicios que desde pequeña auguraban mi inevitable consagración a San Francisco de Sales, al llegar a los catorce años, yo, lo que quería era ser oceanógrafa. Así que hice el bachillerato científico y... terminé estudiando Filología.

  En la actualidad, además de dedicarme a la enseñanza como profesora particular de Lengua y Literatura españolas y Francés, realizar trabajos de corrección, y de redacción de escritos de lo más variopinto (desde currículums y cartas de presentación a cartas de reclamación, pues los caminos de la creatividad son inescrutables y no están los tiempos para decir "no" a nada), me peleo con las nuevas tecnologías en una lucha a brazo partido para conseguir abrirme camino en la Blogogalaxia y ser aceptada como un miembro más de la Generación literaria "Indie".


Mi libro rojo
Barrabás, de Pär Lagerkvist
   Recorría el mundo con mi hermana pequeña en los vagones de un tren fabricado con un par de sillas atadas con las cuerdas de saltar a la comba, en el pasillo de usos múltiples de mi casa, donde, además, aprendimos a andar en bici ―sin ruedines―, a experimentar el patinaje en su versión más a lo "jackass" ―sentando nuestras por entonces minúsculas posaderas en sendos patines unidos por una goma elástica que impulsábamos con pies y manos hasta alcanzar la velocidad necesaria para perder el control y hacerlos descarrilar entre risas y chichones―, y a fundir las bombillas de la lámpara del techo a golpe de saques planos en nuestra iniciación al tenis. Y entre viaje e invento, pasaba por delante de la librería que se extendía a lo largo de los tres cuartos de aquel bendito pasillo de quince metros de longitud, consecuencia de la afición de mi padre por la lectura. Encaramada a lo alto de una silla, solía pasear mis dedos sobre los lomos de aquella colección de libros de colores y tamaños diferentes. Había llegado, incluso, a aprenderme los títulos y los nombres de los autores de muchos de ellos. Mi color favorito es el rojo. Por eso, mis dedos se detenían siempre sobre él. Me encantaba la flexibilidad de sus tapas y abanicar sus hojas a la vez que inspiraba su olor con los ojos cerrados. Yo tenía cinco o seis años, ya leía, escribía, e inventaba palabras para incluir en el lenguaje de los mayores. Mi padre me había dicho que aquellos libros no eran para niñas de mi edad. Y como cualquier niña de esa edad a la que su padre le prohíbe hacer algo, una tarde, a escondidas, fui a por él.

  La curiosidad y la sensación de clandestinidad hacían que mis pulsaciones se aceleraran a medida que me acercaba a mi libro rojo. Cuando ya iba a retirarlo de su lugar, noté al resto mirarme de una manera muy extraña, para ser libros, y los escuché cuchichear entre ellos. Los susurros aumentaron en intensidad, y, a los pocos minutos, todos me gritaban alterados a la vez que me tendían sus brazos:
―¡Sácame a mí! ¡A mí!
―¡No, yo la he visto primero!
 
  Pero viendo mi indecisión, comenzaron a pelear entre ellos. Varios tomos de novela histórica se enzarzaron contra los clásicos universales y la narrativa contemporánea. Tamburas, que parecía llevar la voz cantante, empujó a los Episodios Nacionales, que fueron los primeros en precipitarse a mis pies. Éxodo, atrincherado tras Anna Karenina, resistía los envites de Guerra y Paz.  Al principio se batieron libro a libro, pero después, los más exaltados empezaron a liberar a sus personajes. En medio de aquel caos, las enciclopedias Britannica, Espasa, Larousse y Universitas, inmóviles en el anaquel superior, contraían sus tapas con fuerza para evitar perder el conocimiento. Sinuhé el egipcio iba de un lado a otro de la librería para atender a los heridos de ambos bandos. Los protagonistas de los Cuentos de Edgard Allan Poe, y los de los cuadros de varios libros antiguos de Arte, liderados por un sádico Saturno que sostenía a uno de sus hijos como bocadillo de salami, haciendo lo propio con él, plantaron cara a los de la Colmena. Tiburón iba por libre, sembrando el terror por todos los estantes de aquella biblioteca, que, aunque maciza, parecía que iba a venirse abajo en cualquier momento. Entre tanta confusión, Bernarda Alba, que había salido de su novela, alarmada por los ruidos que escuchaba fuera de su famosa casa, fue raptada por el gaucho del Facundo de Sarmiento ―que llevaba tirándole los tejos desde antes de que enviudara por primera vez―. En cuestión de minutos, una cincuentena de libros cayeron en cascada al suelo, con enorme estrépito. Con las manos en la cabeza, un don Quijote cargado de razón los exhortaba a deponer aquella actitud hostil, tratando de convencerlos de que no eran más que las proyecciones de la imaginación de sus respectivos autores y de la desmedida fantasía de una niña, que a esa hora debería estar durmiendo la siesta o jugando con sus muñecas. Ofendida por este último comentario, hice como que no lo había escuchado y me propuse ponerme a arreglar aquel estropicio para evitar ser pillada in fraganti por mi madre, enfrascada en su telenovela en la salita. Pero no encontraba mi libro rojo. Temiéndome lo peor, lo busqué, sin éxito, entre el montón esparcido por las baldosas del pasillo. Entonces, unos sollozos dirigieron mi atención hacia el final del segundo nivel. Allí, apartados del foco principal de la batalla, la Celestina le mostraba las chicas de su catálogo y Unamuno le hablaba del sentimiento trágico de la vida a un hombre de unos treinta y tantos años, que del sollozo pasó al llanto y a los gritos de desesperación.
―¡No quiero estar solo! ―repetía.

   Era Barrabás, de Pär Lagerkvist. Nos miramos. Él dejó de llorar y me permitió volverlo a introducir en el  libro de tapas blandas y rojas, y lo acuné, como si fuera un bebé de juguete, de esos con los que jugaban a ser mamás las niñas de mi edad.
―Ya nunca más vas a estar solo ―le susurré con un sentir que me salió de lo más profundo―. Nadie debería estarlo. Todos debemos tener una familia y amigos que nos quieran.

   El resto de los litigantes, al escucharme, se detuvieron en seco. Entonces, me dirigí a ellos y les prometí que tendría tiempo para casi todos ―excepto para el libro parricida de Arte que me daba tanto miedo―. Y, ya totalmente apaciguados, fueron ocupando sus lugares en la librería.  Adopté a Barrabás como mi primer peluche en forma de libro. Dormía con él, y, con disimulo, cuando había que salir a pasear con la sillita de la dichosa muñeca ―para fingir que era una niña normal― lo escondía debajo de ella, y así, las cosas tenían más sentido para mí. Casi todas las noches  escogía un amiguito para acompañar a mi libro rojo: lo olía,  lo leía un poco... y no me enteraba de nada, así que terminé por darle la razón a mi padre, y seguí aprendiendo palabras e intentando corregir el lenguaje de los mayores, convencida de que si no entendía lo que querían decir era porque no sabían explicarse bien. O los ayudaba o no me quedaría más remedio que hacerme como ellos. Debo reconocer que mi elección ―seguir siendo yo misma― me causó más problemas que beneficios en un mundo en el que a los que éramos como yo nos señalaban como a "bichos raros".

   Con ocho años me atreví con la Celestina, y a partir de ahí, seguro ya de mi amor-obsesión por la literatura, mi padre instauró el "premio fin de trimestre", llevándonos a mi hermana pequeña y a mí a comprar libros adecuados para nuestros años al final de cada exitosa evaluación escolar, y los domingos al kiosco, a por la entrega semanal de El capitán Trueno y el Jabato.

   Por aquel entonces, no echaba de menos la no existencia de Internet ni de la amplia oferta de películas y series televisivas de hoy, porque leyendo un libro era capaz de invertir el proceso del incidente de la librería de mi casa y ser yo la que me adentrara en su realidad, viviendo una experiencia superior en emociones y efectos especiales a la del cine convencional. Pronto sentí la necesidad de exteriorizar y compartir aquel arsenal de sensaciones con los míos... y empecé a escribir "relatos familiares" en clave de humor muy "nuestro". Hasta los quince años viví una vida de cuento sin ningún indicio de que la realidad fuese a llegar de la forma en que lo hizo, atacando a traición y derrumbando los muros de nuestro castillo familiar indestructible.


Dos espinas y unas raíces
   Nací el 14 de abril de 1966 en Vigo, y a pesar de que puedo decir que he disfrutado de una infancia feliz, tuve dos espinas retorciéndose en mi corazón hasta bien pasada la adolescencia, época en la que lo que menos quería era sentirme distinta a los demás.

  Una fue la de no tener, al contrario que la mayoría de mis amigos, una aldea con unos parientes a los que visitar los fines de semana, pues, por esos antojos de la vida, mis focos familiares se localizaban en el Sur y Levante.

  Otra ―que con el tiempo acabé aceptando con resignación―, el hecho de no tener, tampoco, un apellido más o menos corriente que no provocara en una primera fase, al ser pronunciado por un extraño, un silencio molesto para ambos antes de terminar siendo articulado entre muecas y tartamudeos como una secuencia de sonidos más próximos a los fricativos glotales árabes. Del mismo modo resignado, acabé acostrumbrándome al hecho de que identificarme consistiera en pasar directamente a deletrear, tras mi nombre, una serie de seis grafías y luego añadir una pequeña explicación complementaria para saciar la curiosidad de los interlocutores más agradables. Esto que, de alguna manera, me ayudaría a socializar y a romper el hielo en las situaciones más fríamente burocráticas de mi edad adulta, no me beneficiaba en absoluto en mi época estudiantil, pues cuando un profesor nuevo se aprendía mi apellido y me utilizaba para poner ejemplos o para sacarme a la pizarra como “voluntaria”, era imposible conservar mi apego por el anonimato, y, como consecuencia, evitar que una rojez intensa encendiese mi cara hasta el extremo de parecer una quemadura solar.
Con mi hermana Rosa, en casa de los abuelos

 En la caprichosa línea de mi concepción, unas raíces juguetonas, procedentes del mar de Liguria, desembarcaron en las costas gaditanas a un brote masculino, de no más de 30 años, probablemente con la intención de ponerlo bajo el amparo de un esqueje mayor ―tal vez, su tío―, enviado en avanzadilla y ya plantado en Jerez de la Frontera. Corrían los años 1870. El presunto sobrino, llamado Nicolò, se trasplantó posteriormente y para siempre a la Isla. Era mi bisabuelo.

  A pesar de todo, no tardé en reconocer que yo también quería saber más de mí misma, y, por supuesto, de mis antepasados. Sin embargo, el no haber crecido cerca de unos abuelos que me hubiesen contado cosas importantes ―de esa forma que solo saben hacer los abuelos―, envolvió con un manto de misterio aquel capítulo de mi vida que siempre me mantuvo intrigada.

  Entre las historias que escuchaba a mi padre sobre su abuelo, del que solo pudo disfrutar unos seis años, y al que recuerda como un hombre muy cariñoso, apenas saqué en claro que procedía de Bolzaneto (Génova), que fue un comerciante muy bien relacionado en San Fernando, que se dedicaba a la venta de metales, y que, posiblemente, tuvo algo que ver con las salinas Tres Amigos. Tuvo con mi bisabuela Dolores nueve retoños.

  Unas cartas misteriosas enviadas desde Italia, escritas por una mujer ―tal vez, su madre― que llamaba a mi bisabuelo “Caro Nicolino”, se guardaban en un baúl, también misterioso, en casa de mis abuelos. Custodiadas por mis tías, había oído hablar de ellas, pero a las hermanas de mi padre les gustaba chincharme diciéndome que solo me las dejarían ver cuando fuera “una Ghersi”. Cada verano, con la esperanza de que al ser un año mayor que el anterior, hubiera alcanzado la mayoría de edad exigida en su particular reglamento, insistía en vano. Con el tiempo, la respuesta a mi eterna pregunta seguía siendo negativa, pero el motivo ya no era mi minoría, sino la consecuencia de una reforma en la casa y de una mudanza que terminó desubicando, entre otros objetos ancestrales, aquellas cartas, tan importantes para mí.

  Años más tarde, sin embargo, me enseñaron un documento antiguo. Estaba doblado y pegado por la mitad con cinta adhesiva. Era una partida de nacimiento, y pertenecía, por lo que pude averiguar después, a un hermano del bisabuelo. Pero la fecha escrita en el papel conservado por mis tías era treinta años posterior al original conseguido en el registro de la parroquia de Bolzaneto, entre otra documentación interesante, por una gran amiga.

  Muchos “talveces”, muchos “quizases”, y, en medio de todo, una cabeza ―la mía― deseando, con las pocas piezas que tenía, abrir una modesta línea de investigación para averiguar qué motivó el exilio de Nicolò en pleno proceso de unificación italiana, qué y a quiénes dejó atrás, pero, sobre todo, quién y cómo era este hombre, del que solo conservo el recuerdo de una foto que muestra sobre una barba de perilla unos ojos dulces, y que nos cedió  a todos ―aunque a unos con mayor generosidad que a otros― su peculiar nariz en herencia.
Nicolò Ghersi Marcenaro